07 Abr Antonio Camacho
Antonio Camacho: el arte de los títeres es para que la gente realice su derecho a la cultura
El director de la compañía de títeres La Coperacha, fundada hace más de cuarenta años, asume que el teatro callejero, y las expresiones populares como los títeres, llevan a las colonias marginales el arte al que tienen derecho.
Por Rosa Esther Juárez
Con cincuenta años de ejercer como artista, Antonio Camacho decidió llevar el arte de los títeres a las colonias más marginales y violentas de la perifería de Guadalajara, “para ejercer doblemente un derecho: el de nosotros de trabajar, y el de ellos de ejercer su derecho a la cultura, ya que forman parte del seis por ciento de la población que va con frecuencia al teatro.”
¿Qué es para ti la ciudad? ¿Cómo definirías Guadalajara?
La ciudad es como una extensión de la familia, una extensión de las personas. Para mí es como una mujer, aunque la analogía suene muy chafa. Es con quien te casas. La gente tiende a casarse con una ciudad. O tal vez sea un matrimonio mal venido, donde ya no te queda de otra y tienes que quedarte ahí porque tienes hijos, tienes una vida y tienes muchas obras. O porque te gusta y estás enamorado de la ciudad. Eso es para mí la ciudad. En otro sentido, la ciudad es la convergencia de personas que deciden establecerse en un lugar. O porque no tienen de otra, o porque es la mejor opción. Creo que eso fue lo que ocasionó que se fundara Guadalajara donde está situada, después de tres intentos. Los españoles andaban a salto de mata persiguiendo pueblos indígenas, y ya cansados ambos bandos llegaron a un acuerdo. Se dijeron algo así como “Órale pues, quédate aquí pero respeta a mis hijas, a mis tierras y a mis animales”. Y al rato empezaba la guerra otra vez porque los españoles no los respetaban. Querían a las mujeres, a los niños, a los animales. Querían todo, ¿no? Entonces, Guadalajara se funda con esas ganas de vivir en paz. Pienso que, a groso modo, esa es la ciudad. Aunque muchas son lo contrario. Son producto de una conquista, de una guerra y de una subyugación.
Lo que me parece muy obvio en tu respuesta es que la ciudad tiene gente. No te imaginas una ciudad vacía.
No. Aunque no es así, pero pienso la ciudad como producto de la gente. Las ciudades en México y en Latinoamérica, creo provocado por los europeos, estaban en función de la minería. Entonces las ciudades estaban, no donde estaban la naturaleza y la calidad de vida, sino donde estaban el oro, la plata y los diamantes.
Cuéntame, ¿por qué decidiste crear la Coperacha?
Cuando era prácticamente un niño, en el 68, estaba dividida mi personalidad entre querer ser rockanrollero, como Mick Jagger o los Teen Tops, o ser como el Che Guevara. Queríamos hacer una especie de guerrilla en mi barrio, porque era el 68. Oías que en México los estudiantes andaban en friega y, aquí, (yo estaba en segundo de secundaria) todo se resolvía a balazos, con metralletas inclusive. En secundaria: éramos niños, imagínate. Y ahorita no puedo concebir a mi nieto de doce años en situaciones de violencia. Para nosotros eran muy comunes las armas, las navajas, las pandillas, los perros de pelea. Esa lucha que llegaba hasta la secundaria marcó mucho a mi generación. A mí me marcó de manera especial por esa contradicción entre la cuestión política de izquierda y el rock, las drogas y el yoga. Porque también descubrí toda esta onda espiritual de los hindús, los indígenas mexicanos y los hongos. Entonces veo a estudiantes de México hacer proselitismo político a través del teatro y veo una obra que todavía me impacta (Los Mascarones) quedé impresionado con ese teatro de calle, ese teatro político, social y comunitario.
¿Qué edad tenías?
Trece años. Entonces vi que ahí estaba una especie de oportunidad, síntesis o fusión para reunir todos mis intereses. Lo político, la pachequez, lo revolucionario, la moda, las chavas o las morritas. En ese entonces, Guadalajara era una pasarela de chavas bellas.
Sigue siendo…
Sigue siendo. El 67 y el 68 son especiales, porque hubo esa explosión a escala mundial de política, de lucha de clases, lucha política muy fuerte por la guerra fría, de por primera vez un movimiento universal que se hace universal (el rock). Porque había músicas más interesantes, más chidas y más complejas. El tango, el son, el jazz, no se diga. Pero el rock hace una especie de religión juvenil en donde la vida consistía en ser joven.
…Y bello
Además, iba emparejado con la moda. Una de las modas principales era el rechazar a la moda y hacerte tu propia ropa. Era una explosión de belleza, de colores de diseños. Yo me hacía mis pantalones en esa época. Pantalones a la cadera, en las campanas le ponías bordados de los huipiles y cosas por el estilo. Las chavas se vestían de manera espectacular, ¿no? Y tapatías. ¡Imagínate!
Entonces en el teatro confluyeron tus dos intereses: político y cultural, político y estético.
Sí, y personal. Porque dejé de estudiar en ese entonces. Me gustó mucho la frase de José Revueltas, estoy casi seguro de que es de él) “soy autodidacta porque tengo prisa”.
Entonces, pues sí. Nunca dejé de estudiar. Estaba en la universidad, en la escuela de música. Tenía una biblioteca tremenda, colecciones de casi todos los temas. Tenía prisa. En la escuela de música terminaba los cursos a los seis meses. No me esperaba al año para terminar “Armonía” o cualquier cosa, porque era padrísimo. Y, al mismo tiempo, mis lecturas eran de Sigmund Freud, de Marx, de Sánchez Vázquez, de Efraín Huerta… pero mi carrera de música. ¡Pero mi trabajo era de teatro! Yo quería estudiar algo así como psicología, filosofía, estética o algo así. Pero terminé estudiando música y haciendo teatro.
¿Para qué, formaste, la compañía?
Lo que pasa es que, en eso que te estoy platicando, me puse a buscar con quién y en dónde hacer teatro. Allí, en el instituto de yoga al que iba, el de la Gran Fraternidad Universal, hicimos un grupo de teatro y llegó un director, Miguel Contreras, que era muy bueno, y un actor muy bueno también, Roberto González, y empezamos a hacer teatro con ellos. Era un teatro que a mí me gustaba mucho y me identificaba, pero que no me llenaba, no me satisfacía del todo. Por lo que te digo, del teatro que vi en los sesenta y el que veía en las revistas y en los reportajes de teatro del San Francisco Mind Club, el teatro de Sudamérica. El teatro con este grupo, era maravilloso y espléndido, era mucho de sala. Muy parte de la comunidad teatral de Guadalajara. Finalmente no era muy satisfactorio para mí. Entonces decidimos un compañero y yo, junto con Olga, salirnos del grupo. Teníamos una situación económica envidiable, muy buena. Con plaza, buenos ingresos, seguridad social, etcétera. Pero nos atraía más estar en la calle, en las colonias de la ciudad, y tener mucha gente viéndonos y escuchándonos.
¿Era en recintos cerrados?
En recintos cerrados y ganando dinero fijo, seguro, con quincenas y prestaciones. Y nos iba bien en la calle, entonces nos salimos a pasar el sombrero y de ahí nace el nombre de “La Coperacha”. De hacer un grupo de teatro de títeres. No por una, por muchas razones y por algo muy profundo, decidimos que fuera un teatro de títeres. Aunque fuera un grupo de teatro, tocábamos jazz. Formamos, paralelamente, un grupo de jazz que se llama “Vértice”.
¿Y cuál es ese motivo muy profundo que dices?
Creo que los títeres, quizá como la ópera o un poco más, son más interdisciplinarios. Es el arte, la corriente o el género teatral mas interdisciplinario porque tiene que diseñar, construir y actuar tus títeres. Tienes que escribir la dramaturgia, ponerles la música, gestionar los cursos. Tienes que construir tu teatrino en vez de conseguir un teatro. Y eso implica un alto grado de improvisación, además de un alto grado de perfeccionismo en la improvisación. Que es lo que lo hermana con el jazz. Mi carrera era de flauta y sax, en la escuela de música. Quería ser jazzista pero mi trabajo era hacer teatro y títeres. Reunía así,el arte de la improvisación. La improvisación como metodología y como técnica.
¿Con qué idea fundas La Coperacha?
Sí, sí. Con razón profunda quería decirte eso, el por qué. El para qué es esa cercanía con el público, para oírnos más modernos, más retóricos o más formales: para el mejor ejercicio de los derechos culturales de la gente. Cuando tú haces títeres, vas una plaza y estás improvisando. Estás creando ahí in situ, en el mismo lugar de la gente, estás teniendo el parto creativo que tiene el pintor en su estudio, el compositor ahí, sentado en el piano. El titiritero lo tiene frente a la gente. Tienes ahí el parto doloroso y, a veces peligroso. Te la juegas porque puedes regarla, y regarla frente a la gente, ser la burla de la gente. Los chiquillos se paran y se van. Entonces, ese ejercicio de derechos culturales es tanto de uno como de otro. Derechos culturales de nosotros por tener el derecho a trabajar en lo que queremos, en la cultura, y de la gente por tener el acceso a la cultura sin tener que ir a un recinto del que está vetado. Porque no forma parte de ese seis ó siete por ciento de privilegiados que pueden asistir con frecuencia al teatro. Cada vez es más, pero sigue siendo muy reducido. Creo que ese es el para qué. Porque somos co-ayudantes del Estado. Quizá quienes más acercan los bienes culturales a la población somos la gente que hace teatro y, sobre todo, los artistas de la calle. Además de que somos el antídoto de la cultura de masas, que eso era algo muy fuerte en los setenta. Esa lucha…
Un posicionamiento contra la televisión, sobretodo.
Le llamábamos el imperialismo cultural o la enajenación de los medios de la comunicación que te hacían sentir que cualquier comediante de mala monta era un artista porque tenía más acceso a la gente que tú. La gente notaba esa postura, aunque no lo sepan, no lo racionalicen de esa manera o nunca hayan leído a Umberto Eco ni nada por el estilo. La gente lo racionaliza quizá mejor que García Canclini, o que yo, o que cualquiera. Porque te dicen “Ah, que chido que vinieron a mi colonia”.
Y en ese sentido, ¿cuál ha sido la mayor satisfacción para la compañía?
No pues ahí si no sé, jaja. Me costaría mucho trabajo sacar un solo ejemplo. No es por presumir.
Tienes un espacio fabuloso ahora en la Casa Reforma que creo ni siquiera estaba como proyecto cuando empezaron.
No, no era parte de. De hecho, era la parte donde no queríamos estar: estar encerrados. Ahorita hay una combinación, muy amable y muy exitosa.
¿Qué satisfacción sientes?
Mira, te podría dar más de cuarenta momentos así. De verdad, jajaja. Pero si ya insistes e insistes, me agarras del pelo y me avientas para que diga uno… Porque son muchísimos. Te podría hablar de la gira a Brasil. O la realización del comodato de la casa Reforma y su restauración. Pero hay una que me sigue conmoviendo. Fuimos a dar una función a Lomas del Pedregal en Zapopan. La función fue en un baldío. Tuvimos que limpiarlo, quitarle el zacate. La gente sacaba las sillas de sus casas. Debe haber sido como en el 2012. Padrísima la función, etcétera. Era lo típico de ir a las colonias, hacer talleres y juntar a toda la colonia para ver nuestras funciones de títeres. Llegó un chavo con su bebé en un brazo y con la mona del Tomsol o cemento, no sé qué era, en la estopa, en la otra. Su esposa guapísima, una morrita así muy de barrio y muy guapa, con otra niña. Llegan los dos como pareja y nos dan las gracias por haber llevado calma a su colonia. Así lo dijo. Le dije “¿Por qué? No te entiendo”. Me dice, “Sí, es que aquí pues hay madrazos”. El del frente no puede ver al del frente. Yo no puedo ver a ese güey. Nada. Con ustedes es la primera vez que todos nos sentamos juntos, ni en la iglesia ni en el mercado nos podemos ver. Con ustedes todos nos sentamos, con nuestros hijos, a ver títeres”. Esa frase se me quedó grabada y pensé que ese era el objetivo o la misión y la visión del grupo. A través del teatro crear calma.
¿Qué crees que le queda al público al ver sus funciones? ¿con qué se queda?
A veces. Creo que lo padre del teatro es que te deja muchas cosas, prácticamente “incuantificables”. A veces es el tema, a veces es el contenido, otras es la gracia o la calidad de los actores. Y creo que hay muchas cosas con las que se queda el espectador. Quizás hasta se podría decir que no todos los espectadores se quedan con lo mismo. Cada quien tiene la gran oportunidad de sentarse en un banquete y servirse lo que le gustó de la mesa.
Y, ¿qué decía el público?
Pues el público, en primer lugar, es muy amable. Siempre te dicen que está chido. Aunque también son muy crudos. Por ejemplo, ahora que hacemos ópera con títeres y que (en teoría) es más elevado el mensaje, de “más calidad” o algo así, más complejo el asunto, me parece que es lo mismo. Que la gente se lleva la sensación de estar en una especie de ventana donde se ven a sí mismos y ven el mundo, ven la realidad y a la sociedad de otra manera. Algo en lo que se puede decir que coinciden es que te dicen que los hiciste ver de otro modo las cosas. “Ah, qué padre. El tema de la tanatología en la obra me hizo ver ahora de otro modo a mi abuelo o a como se murió mi mamá, me hicieron verlo de otro modo”. O ver Comala y que la gente vió otra lectura de Juan Rulfo. Que parece imposible, ¿no? No puedes tener otra lectura de Juan Rulfo, jaja. O con Orozco, la historia de una pintura es la que está generándose en la cabeza del espectador.
¿Cuál sería el mayor obstáculo que has encontrado para hacer todo esto?
Creo que es una pregunta muy actual, porque la pandemia lo recrudece. Estos dos aspectos, que son los principales que he visto a lo largo de estos cincuenta años. Una es el dinero, la falta de presupuestos pero que lo hace más grave, quizá. Y la otra es el canibalismo que existe, no nada más entre los mexicanos. Digamos los tapatíos, que parece sinónimo de tapatío. Sino de la gente que hace cultura. Quizá, especialmente, la gente que hace teatro.
Muchas rivalidades.
Sí, hay un celo profesional y un canibalismo en la gente. Digo yo: “no desearás la beca de tu prójimo”, jaja. Las dos cosas tienen que ver con la gestión cultural. Creo que es el alma de la gestión cultural.
Me parece que es muy sana la competitividad. El ser competentes, no estar compitiendo con el otro y envidiarle la mujer al prójimo y envidiarle la cartera al prójimo y envidiarle el trabajo al prójimo. Yo no lo sé de cierto pero lo supongo. Ese canibalismo es el motor de las políticas culturales. Alguna vez una alta funcionaria cultural de Jalisco me pidió mi opinión sobre cómo manejar el teatro, qué poner y cosas por el estilo. Me ofreció un puesto y le dije que no. Me decía: “Es que nomás es cosa de ponerle un poco de dinero a la gente y se empiezan a pelar por él. Con eso tienes para controlarlos”. Lo planteaba como su diagnóstico o su premisa para generar sus programas de la institución. Eso es lo grave, lo que quizás en esta época de pandemia se recrudece. Al ser cada vez más estrechos, o más pobres los presupuestos, hay una tendencia a precarizar.
Pero, ¿eso cómo afecta la realización de esos programas, este canibalismo?
Creo que afecta atrozmente. En los cincuenta años que tengo siendo parte de la agenda cultural de estar ciudad he visto desaparecer innumerables grupos, artistas y talentos. Porque Jalisco es un semillero y una cartera de talento. Además de que hay una historia y hay una tradición y, además, hay instancias para que te desarrolles pero que no están bien formuladas (según yo). Entonces te enfocas en otra cosa. Te desgasta y te enfocas en los logros del otro e incluso en enojarte contigo mismo y, luego, justificarte contigo mismo. Por ejemplo, alguien te dice: “Oye, ¿por qué tienen ustedes esta gira a Europa?” Bueno, en primer lugar porque nos interesa y porque nos invitaron y porque supimos gestionar los recursos. O sea, ¿tú quieres que alguien te invite a un festival de este tipo? Entonces tienes que saberte el caminito, conocer de qué manera hacerlo y construir. Entonces mucha gente entra a la Casa Reforma y creen que así ha estado siempre, creen que te la dieron. Nadie te da nada. Gestionas las cosas. Y no es nuestra, es del municipio, es del ayuntamiento de Guadalajara.
Parecería que el obstáculo mayor es el canibalismo y no el dinero. Porque siempre has sabido encontrar los recursos para hacer los programas que se hacen.
Sí. Yo creo que, incluso, cuando logras zafarte de eso… y está mal que diga eso pero es muy fácil hacer cultura sin dinero, también. No necesitas. La Coperacha puede sobrevivir sin ninguna beca y sin ningún recurso de nadie. Nació pasando el sombrero en la calle y nos iba bien. Pero no podemos vivir así toda la vida, que es lo que ahora dijimos. Bueno, pues sí, está padre hacer eso y es el alma de la Coperacha. Pero también queremos hacer música contemporánea con los compositores más chidos y hacer una propuesta que esté en ese canal. Que creo que hace falta. No hay mucha gente haciendo ópera con títeres en Latinoamérica. Entonces te comprometes a eso y lo haces. Y, entonces, se convierte en un motor. Cuando te das cuenta que no tienes nada que ver con eso y que no tienes por qué estar ahí, aunque te jalen y te jalen y te jalen, encuentras el caminito y encuentras la fórmula más o menos buena. Por ejemplo, nuestra alma está en la calle, las colonias, los pueblos y en los barrios. Pero alguna vez algún colega, allá por los años noventa y que acababa de llegar a Guadalajara, dijo que aquí no había títeres. ¡Nosotros ya teníamos casi 20 años haciendo títeres! Entonces nació la idea de hacer un museo, tener un espacio. Regresarle a la sociedad algo de lo que nos dió. Vamos a crear ahora una especie de legado o de huella. No sé, pensando en esas cosas que no nos interesaban tanto o que no nos interesan, pero que eran necesarios. Porque no es trabajo mío o de uno de mis compañeros, es un trabajo colectivo. En el grupo han participado más de cien colaboradores, artistas, empleados, colegas, compañeros. Entonces es un trabajo colectivo muy intenso. Me siento o nosotros sentimos responsables de resguardarlo. Por más pobre que sea, ya es un trabajo de cuatro décadas.
En dos palabras ¿qué es La Coperacha para ti a estas alturas?
El arte de los títeres y la improvisación.
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